
La señorita Milli se sorprendió al encontrarse echada en el sofá sin el vestido. Al ir a extender la mano hacia la prenda, se asustó: no tenía brazos.
Cuando la señorita Milli se miró los hombros y vio luego las negras siluetas de los maniquíes, sintió un hondo desconsuelo: estaba como ellos.
Lentamente, a medida que crecía la luz, iban perfilándose las siluetas de los maniquíes. Pecho abombado, espalda erguida, caderas firmes y bien torneadas descansando sobre el pie.
-Ya se ha dado cuenta –susurró el maniquí más grande, al que se probaban los fracs y las americanas.
-Mira, está asustada –dijo otro.
-No te desesperes –la animó un tercero.
-No te aflijas. ¡Nosotros estamos contigo!
La señorita Milli escuchaba las voces tenues y amigas que sonaban en el taller y que salían de los maniquíes.
Tenía frío. Le temblaban los hombros. Se quedó echada en el sofá, muy quieta, mirándose.
-Lo sentimos mucho –dijo el maniquí más grande-. Menos mal que le ha dejado cabeza.
La señorita Milli callaba; todo le parecía borroso, confuso.
-Ahora que usted se parece a nosotros –empezó el maniquí grande, con voz aún más dulce y compasiva-, a pesar de que aún conserva la cabeza, ¿permite que le expliquemos lo ocurrido?
La voz esperaba.
Entonces, en el interior de un maniquí empezó a sonar el leve tarareo de una tierna alborada. El cantor se balanceaba suavemente, y la dulce y lenta melodía sonaba como un suspiro. ¿Así que todos aquellos maniquíes, inmóviles y oscuros, que la señorita Milli conocía desde hacía años, tenían vida? ¿Estaban vivos, y ella no lo había notado hasta ahora, cuando compartía su suerte? La señorita Milli se levantó, fue a la ventana y miró afuera. Sin volverse, preguntó:
-¿Ha sido el oficial?
-Ah, ya se acuerda –dijo el maniquí más grande-. Sí; ha sido él, el canalla más bestial que hemos visto en nuestra vida, ese gordo pelirrojo.
-¿Qué me ha hecho? –a la señorita Milli le temblaba un poco la voz.
-Ayer el maestro sastre le dijo que se quedara a trabajar hasta más tarde –le recordaron los maniquíes.
Ella asintió.
-Sí. Tenía que coser la cola del vestido azul de madame Soré.
-Ya se habían ido todos –prosiguió el maniquí más grande-. Usted estaba sola, cosiendo. Cantaba una canción para distraerse. Entonces el oficial volvió.
-Fue uno de los más viles atropellos que hemos presenciado –terció en la conversación otro maniquí-. Se le acercó por detrás, la agarró por los brazos, la lanzó en ese sofá y...
-¿Y...? –preguntó la señorita Milli.
-¡Usted se defendió! Lo arañó bien. Y me parece que hasta le mordió en una oreja. Usted peleó, señorita Milli, peleó como una heroína, pero...
-¿Pero? –jadeó la señorita Milli.
-Él es muy fuerte, ¿comprende?, no había esperanza, nosotros nos volvimos hacia la pared, temblando de vergüenza, por no poder hacer nada.
-Pero mis brazos... –sollozó la señorita Milli con súbita desesperación-. ¿Qué ha sido de mis brazos?
-Él no consiguió nada, señorita Milli –dijo el maniquí grande con suavidad-. Usted conservó la cabeza, él luchaba y al fin dijo...
-¿Qué dijo? ¿Qué dijo, por Dios?
-Dijo –prosiguió el maniquí con voz dolorida-, dijo: << ¡Pues serás como uno de éstos! >>. Y nos señalaba a nosotros. << ¡Sin brazos, sin piernas y sin... cara! >>
La señorita Milli se volvió lentamente.
-Sin... cara –susurró.
El maniquí grande, turbado, frotó el suelo con su pata de madera.
-Sí –murmuró-. Él...
-¿Qué? ¡Habla, por lo que más quieras!
Del cuerpo de los maniquíes salía un llanto suave que partía el corazón.
-Nos da usted mucha pena –decían entre suspiros.
-Le ha borrado la cara –murmuró el maniquí masculino-. Ya no tiene cara.
Lentamente, la señorita Milli se apartó de la ventana y fue hacia los maniquíes. La piel sonrosada de la mujer hacía un bello contraste con aquellos cuerpos negros. Al fin dijo:
-¿Entonces soy una de vosotros?
-Es un gran honor –dijo el maniquí masculino y, con movimientos rígidos, trató de hacer una reverencia.
-Siempre será la más hermosa. Aún tiene su pelo, su pelo suave de mujer. Y el contorno de su cara es bello y armonioso. Ah señorita Milli, es usted el maniquí más bonito que hemos visto en nuestra vida.
Las mejillas de la señorita Milli se ahuecaron en una sonrisa.
-Me quedaré entre vosotros.-¡Oh, qué alegría, señorita Milli! –exclamaron los maniquíes-. Haremos todo lo que podamos para que sea feliz. (1)
(1) "El encantamiento", del libro "El trapecio del destino y otros cuentos". Editorial Siruela. Traducción: Ana María de la Fuente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario