sábado, 19 de mayo de 2007

El coloso.


Jamás conseguiré recomponerte del todo,
unir, pegar tus pedazos y juntarlos como es debido.
Rebuzno de mula, gruñido de cerdo y carcajadas obscenas
salen de tus enormes labios.
Esto es peor que un corral.
Acaso te consideras un oráculo,
portavoz de los muertos, o de algún que otro dios.
Llevo treinta años trabajando
para extraer el sedimento de tu garganta.
Sigo sin entenderlo.
Escalera arriba con botes de cola y Lysol
trepo como una hormiga en duelo
por encima de los campos de maleza de tu frente
para reparar las inmensas planicies de tu cráneo y limpiar
los blancos, desnudos túmulos de tus ojos.
Un cielo azul como de la Orestíada
Se arquea por encima de nosotros. Oh padre, tan solo como estás
eres hondo y denso en la historia como el foro romano.
Abro mi almuerzo sobre una colina de cipreses negros.
Tus huesos aflautados y tu pelo de acanto desbordan
su antigua anarquía hasta la línea del horizonte.
Haría falta más de un rayo
para crear una ruina así.
De noche me acurruco en la cornucopia
de tu oreja izquierda, al abrigo del viento,
y cuento las estrellas rojas, y las de color ciruela.
El sol sale bajo la columna de tu lengua.
Mis horas abrazan la sombra.
Ya no atiendo al encallar de las quillas
en las piedras desnudas del embarcadero.


Silvia Plath.

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